Las
precisiones:
1. Sobre
las naciones
Para
entender las implicaciones jurídicas de la nacionalidad, puede
resultar útil acudir a la Constitución española, y fijarse en
la estructura del Título primero, que es el de
los Derechos y deberes fundamentales. Debe
notarse cómo, tras el reconocimiento con
carácter universal de la dignidad de la persona y
la referencia a la doctrina de los Derechos humanos, en el artículo
10, y antes de la Carta de derechos fundamentales y libertades
públicas (y de los derechos y deberes de los ciudadanos y de los
principios rectores de la política social y económica), se
inserta el Capítulo Primero de ese Título, De los españoles
y extranjeros, donde se introduce la noción de nacionalidad
española, de tal manera que el artículo 14, ya en el Capítulo
II (Derechos y libertades), puede tener la siguiente
redacción: << Los españoles son iguales ante
la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra
condición o circunstancia personal o social>>.
Es
decir, y obviamente, que el Estado español no admite ninguna
discriminación en la relación de nadie con las leyes... salvo la de
la nacionalidad, es decir, la del lugar geográfico de nacimiento.
No
es ahora el momento de considerar en detalle la complicada relación
entre las nociones de (dignidad inherente a)
la persona, Estado y Nación.
Baste señalar que el Estado implica la obligación individual de
contribuir, militarmente en su momento y destacadamente por la vía
fiscal - distribución y redistribución de renta y riqueza - en la
actualidad, a la protección y defensa (y cuidado) de individuos con
los que sólo se tiene, en principio, una
relación imaginaria. Imaginaria por
oposición a la biológica-familiar, e incluso a la que se tiene con
personas no relacionadas por parentesco pero con las que se realizan
transacciones de todo orden de manera cotidiana y habitual. En
principio porque esa imaginación permite que cada uno, a su
vez, se sepa y sea efectivamente protegido y defendido (y cuidado)
por otras personas que tampoco tienen con él más relación que ésa,
haciendo que la vinculación meramente imaginaria, la Nación, adquiera
un contenido material real, el Estado.
Es
decir, el artificio nacional sirve (sirvió) para desbordar las
agrupaciones naturales familiar y tribal y permitir
la organización de miles y millones de personas, extendidas sobre
amplios territorios y con toda clase de particularidades culturales y
hasta lingüísticas diferenciales, empujando la frontera un poco más
allá, permitiendo así el paso de la familia-tribu a los modernos
Estados-Nación. Es por tanto un acto de integración y, al
mismo tiempo, de discriminación.
2. Sobre
legitimidad y legalidad
Antes de
la legalidad, tiene que haber legitimidad, o a la base de
la legalidad tiene que estar la legitimidad, o la legalidad navega
necesariamente sobre el mar de la legitimidad. La relación entre
estos dos conceptos es aún más compleja que la que existe entre los
de Nación y Estado, hasta el punto de que el conflicto teórico se
resolvió inicialmente mediante la operación de trasladarlo al plano
político y traducirlo, precisamente, en términos de Nación y
Estado (en la línea de lo apuntado más arriba).
Baste
aquí señalar que un texto constitucional, por muy adecuado
formalmente que resulte ser (en el sentido de que quepa construir a
partir de él todo un ordenamiento jurídico conforme a los
principios generales del Derecho y con un carácter social y
democrático), por muy afortunada que sea su redacción, por mucha
prosperidad que se prevea que traiga, e incluso si efectivamente lo
hace, sólo es legítimo, y pasa entonces a
constituir, por tanto, efectivamente, legalidad, y a ser,
en rigor, Constitución, después de ser ratificado en referéndum.
Sin
entrar aquí como digo en el fondo del asunto, sí plantearemos la
siguiente hipótesis: si la legalidad se construye adecuadamente, si
la constitución del Estado social y democrático de
Derecho, que propugna como valores superiores de su
ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el
pluralismo político (art 1.1 CE), que deben
ser materiales y efectivos (art.
9.2 CE), y no meramente formales y negativos, tiene
éxito, entonces cabe situar, en adelante, la fuente de la
legitimidad en la legalidad, siendo plenamente legítimo todo acto
jurídico (leyes aprobadas por Asambleas legislativas, reglamentos
elaborados por los Gobiernos, autos y sentencias de Jueces y
Tribunales, actos de las Administraciones) que se realice en el marco
institucional y conforme a las pautas procedimentales definitorias
del Estado social y democrático de Derecho (sin ser casualidad que
la Constitución española cierre precisamente con el Título
dedicado a la posibilidad de su reforma, parcial o total).
3. Sobre
la soberanía popular
En efecto, el artículo 1.2 CE dice: <<La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado>>, declaración que parece prestarse a dos interpretaciones diferentes (que no son idénticamente válidas si se atiende al resto del texto constitucional y si se reflexiona mínimamente sobre ello). La primera lectura posible pone todo el énfasis en pueblo, y entiende que español remite sencillamente al mecanismo psicológico e histórico aludido antes, mediante el que se constituyeron de hecho los Estados-Nación que conocemos, incluso antes de ser sociales y democráticos. Es decir, la cláusula de la españolidad no remite al conjunto abstracto de todos los españoles frente a reivindicaciones de subgrupos concretos de españoles, sino que se refiere a los ciudadanos españoles frente a las personas con otras nacionalidades (que si bien tienen derechos y libertades que también deben ser respetados y atendidos por el Estado español, no pueden darle órdenes propiamente, como sí pueden hacerlo los españoles, como consecuencia de la fundamentación nacional de los Estados que conocemos).
La
segunda lectura entiende en cambio pueblo-español, en
el sentido de la <<Nación española>> más abstracta, que no comparece nunca y de ninguna manera y que invocan precisamente sólo
como justificación de su desatención y menosprecio a
cualquiera de las manifestaciones (concretas) del
principio de <<soberanía popular>>.
Y es que soberanía debe entenderse en el sentido de "quién manda" o "de dónde emanan las órdenes legítimas para el aparato del Estado", en el marco de los derechos, libertades y objetivos recogidos por la Constitución, es decir, en relación al pluralismo político (y no a los fundamentos y la razón de ser mismos del Estado, que se ordenan en la propia Constitución). Y la cuestión del quién va indisolublemente unida a la del cómo: partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, asociaciones de consumidores y usuarios y en defensa de cualesquiera otros intereses, también de profesionales como juristas, medios de comunicación, iniciativas legislativas populares, manifestaciones, huelgas generales y sectoriales, interpelaciones y preguntas de diputados al Gobierno, mociones de censura, exitosas y fallidas, PNLs, reprobaciones, mociones de cualesquiera asambleas legislativas territoriales, los trámites de audiencia de los ciudadanos en los procedimientos administrativos y en la elaboración de reglamentos, etc. Al margen de todas estas manifestaciones, es decir, sin atender a la voluntad y las opiniones y demandas de los ciudadanos concretos, en solitario o agrupados, expresadas directamente o a través de representantes (que no son sólo, desde luego, parlamentarios, y menos, exclusivamente, de las Cortes Generales), la soberanía popular queda degradada - de manera evidentemente interesada - por parte de nuestra casta dirigente a una mera entelequia; no ya a mayoría silenciosa sino, simplemente, a silencio, permitiendo a esos dirigentes que la invocan limitarse a flotar a la deriva en un mar de corrupción, mentiras y absoluta incapacidad política e ineficacia gestora, en todos los ámbitos y sectores.
Las
consideraciones
1. Que la reivindicación nacionalista catalana no haya ido conectada de una forma más clara y persistente - sustancial - con la social y con la exigencia de regeneración democrática, o que no se haya concretado de manera unívoca y explícita en esos términos, ha dificultado su compresión y apoyo fuera de Cataluña (y quizá también, en menor medida, en algunos sectores de la propia sociedad catalana). Que haya sido así es consecuencia inevitable de que una de las patas del procés haya sido un partido con niveles de corrupción y patrimonialización de las instituciones catalanas sólo comparable con la del PP en el resto de España.
2.
La podredumbre del PP y su discurso y actitud neoliberal (y asimismo
de buena parte de los dinosaurios del socialismo
español), que constituyen una traición más grave a la Constitución
Española que la intensificación del nacionalismo catalán, e
incluso que el independentismo, nos ha descubierto a todos, como se
ha puesto (peligrosamente) de manifiesto con la crisis catalana,
culminando el 1-O y los días inmediatamente anteriores y posteriores
que, en última instancia, las leyes son sólo papeles.
La eficacia última de las leyes depende exclusivamente de
la confianza recíproca: del hecho de que especifican lo
que a cada uno le cabe esperar de los demás y, a la vez, lo que a
los demás les cabe esperar de uno. Cuando individuos concretos
violan el compromiso general con la ley, la cadena de la reciprocidad
no se rompe, es posible la represión aislada y excepcional de esos
individuos y la restitución de la confianza. Pero cuando la
violación es tan manifiestamente estructural como
lo ha sido en el caso de la casta dirigente del PP y de buena parte
del PSOE, y no sólo por las prevaricaciones, malversaciones,
tráficos de influencia, cohechos y demás delitos, y por los
nombramientos e instrucciones espurios incluso en órganos de rango
constitucional, como el Consejo General del Poder Judicial y el
Fiscal General del Estado, sino también por su discurso (y medidas)
neoliberales, muy dudosamente constitucionales, la magia de
la ley se debilita (y puede incluso llegar a desaparecer), y si bien
es difícil demostrar o cuantificar el efecto de esa traición
estructual en todo el sistema jurídico de confianzas recíprocas,
parece evidente que ha jugado un papel importante en la disposición
de miles y miles de ciudadanos catalanes (secundados por funcionarios
y cargos públicos) de romper con la legalidad vigente.
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