El
Rey es, en el marco general de una democracia y en el algo más
específico de nuestra Constitución, meramente un símbolo -no
puede ser otra cosa-. En sus escasas funciones jurídicas, no goza en
absoluto de autonomía: sus actos requieren el refrendo de alguna
autoridad del Estado con legitimación democrática (del
Presidente del Gobierno o de la Presidenta del Congreso), y de esos
actos responden las personas que los han refrendado, siendo la
persona del rey inviolable (nótese que si se considerara necesario
obligar al rey a asumir responsabilidades se requeriría
una revisión de la Constitución, no bastando ni
siquiera una reforma). Que sus actos "requieren
refrendo" quiere decir que no puede hacer sino lo que se le
solicite, y cuando se le solicite, desde el Gobierno o la Presidencia
del Congreso.
Y
es que es precisamente esa condición meramente simbólica
la clave de su función: mantenernos a los
ciudadanos permanentemente alejados
de la plena conciencia del poder de la democracia, de nuestra
condición de soberanos. ¿Cómo vamos a encarar problemas como
la desigualdad, la degradación de nuestro planeta o la inmigración
si ni siquiera está a nuestro alcance decidir sobre un mero símbolo?
¿Renta básica? ¿Sanidad universal? ¿Aumentar la presión fiscal y
el control sobre el capital? ¿Responsabilidad y solidaridad con los
inmigrantes y refugiados? ¿Cambio climático? "OJALÁ, PERO NO
ES POSIBLE". Pero seamos honestos. Todas esas batallas las
perdemos por incomparecencia.
No se intenta. No se consideran seriamente. No se pone a trabajar la
imaginación para hacerlo posible. Que nos faltan las fuerzas, la
capacidad, nos lo recuerda constantemente la figura del
Rey, protegida y mimada por
las demás instituciones y poderes fácticos (al menos hasta hace muy
poco), y que fue condición sine
qua non de
nuestra modélica transición a la democracia. Si no podemos decidir
sobre un mero símbolo,
está claro que somos impotentes ante la realidad,
sin que ni siquiera necesitemos medirnos con ella.
Así
pues la monarquía-sobre-la-que-no-es-posible-pronunciarse
(últimamente ni siquiera en las encuestas y estudios de opinión
públicos) sirve a la misma función con respecto a nuestra
democracia que Grima Lengua de Serpiente con el Rey de Rohan:
mantenernos encogidos, temerosos, grises y polvorientos, débiles e
incapaces; necesitados, antes que nada, de seguridad-estabilidad,
incluso en la máxima degradación moral y cívica y el mayor
peligro. Por supuesto, presentar batalla no garantiza la victoria.
Pero hay una grandeza y un orgullo, incluso en la derrota, que se
hacen propios con sólo levantarse del trono y enfrentar a los
enemigos.
Y
aún más. Nos lo explica Joseph Campbell en El
héroe de las mil caras.
Toda comunidad tiene instituciones.
No puede haber una sin la otra. Ahora bien, con el paso del tiempo,
se presenta en todos los lugares y en todas las épocas la misma
disyuntiva: o la comunidad renueva sus formas,
insuflándoles nueva vida y vigor, o esas instituciones, empeñadas
en su estabilidad y permanencia,
acabarán devorando todas las energías de la comunidad, llevándola
a su extinción. O nos comprometemos con nuestra comunidad, o nos
comprometemos con nuestras instituciones, pero antes o después
estaremos obligados a elegir. Vale decir, o dedicamos todas nuestras
energías y recursos a mantener a toda costa las instituciones que
nos dimos en un determinado momento, a salvarlas de sí mismas, de
los propios vicios que con el tiempo, inevitablemente, desarrollan, y
de la distancia que, inevitablemente, se va a abriendo entre nosotros
y ellas, o estamos dispuestos a renovarlas y dedicar nuestras
energías al bien común que somos nosotros mismos.
Lo
hemos visto con la crisis catalana y con la represión creciente de
la libertad de expresión (y lo vemos cada día, por ejemplo, en la inmensa cantidad de recursos que se necesitan para mantener la ilegalidad de la marihuana).
Pero
ése es el sentido último y más profundo de la
monarquía-como-condición-de-la-democracia: (de)mostrar nuestro
compromiso con las instituciones (concretas, que nos dimos o nos
dieron en un momento dado) antes
y por encima de
nuestro compromiso con nosotros, con nuestra comunidad. Lo explica
Javier Pérez Royo aquí.
Si
no creemos que podamos ser algo, juntos, al margen de instituciones y
formas institucionales concretas, si no creemos en que
podemos proyectar e imaginar un futuro común incluso más allá de
éstas, con otras distintas, entonces no confiamos los
unos en los otros, y sin esa confianza mutua no hay solidaridad, y
sin ellas no es posible ninguna comunidad (ni tiene sentido). La
alternativa a la identificación con el status
quo es el sentimiento de que se es (parte de) eso que
existe antes y por debajo del actual estado de cosas
-aún de cualquier estado de cosas-, de ese
permanente proyecto de progreso que es la humanidad (o,
al menos, la nación).
Para
otro ejemplo de actitud y talante democrático, y en relación a un tema primo hermano, puede verse este
vídeo de Jaime Altozano sobre el himno de España:
Y
por eso un referéndum sobre la monarquía es, sea cual sea el
resultado, mucho más que la decisión sobre "la forma política
del Estado español". Es ante todo una renovación de nuestra
confianza, de nuestro compromiso con nuestra comunidad. Porque una
comunidad existe en las decisiones que toma como comunidad, sea cual
sea finalmente la decisión, y se debilita y desvanece en las
que deja de tomar.
Es, efectivamente, cruzar el abismo sin red. Pero en la confianza
mutua pueden hallarse la seguridad y las fuerzas para cruzar al otro
lado, y seguir avanzando.