jueves, 23 de noviembre de 2017

Constitución y forma articulada

¿Por qué la Constitución está redactada en forma de artículos? Y podría plantearse la pregunta a propósito de las leyes en general.

Sin duda una razón de la forma articulada es la de facilitar los actos de aplicación de la ley, tanto por parte de la Administración, en sus <<actos administrativos>>, como por parte de Jueces y Tribunales en sus autos y sentencias. Estos actos de aplicación de la ley consisten en subsumir los casos concretos y las situaciones particulares a los prefigurados en las normas con carácter general y abstracto. En este sentido, y restrigiéndonos ahora a considerar el Título I de la Constitución española de 1978, los artículos 53 y 55 proporcionan una cierta justificación de la exposición de los derechos y deberes fundamentales en formato articulado:

Artículo 53. 1. Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo segundo del presente Título vinculan a todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161, 1, a).
2. Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la Sección primera del Capítulo segundo ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Este último recurso será aplicable a la objeción de conciencia reconocida en el artículo 30.
3. El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo tercero informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen.

Artículo 55. 1. Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción.
2. Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas.

La utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes.

En estos dos artículos se hace mención específica a determinados derechos y libertades a efectos de: 
- establecer para su regulación una <<reserva de ley>> (orgánica; artículo 81.1), y su consiguiente tutela por el Tribunal Constitucional mediante el recurso de <<insconstitucionalidad>>, 
- ordenar su tutela por la Jurisdicción ordinaria mediante un procedimiento especial, o en su caso por el Tribunal Constitucional mediante el <<recurso de amparo>> , o bien meramente que sean tenidos en cuenta y observados, conforme al principio del pluralismo político, por los poderes públicos (Legislador, Gobierno y Administración, Jueces y Magistrados), y
- permitir su suspensión en determinadas situaciones (<<estado de excepción>> y <<estado de sitio>> e investigaciones relacionadas con el terrorismo).

Puesto que la Constitución manda distintas cosas en relación a distintos derechos y libertades, parece conveniente haberlos formulado de manera articulada, para facilitar la referencia y mención separada a unos y otros, a estos efectos.

Ahora bien, sin pretender, al menos por lo dicho, una impugnación general del formato, cabe aún preguntarse por qué la forma articulada, de la Constitución o de cualquier otra Ley, no se acompaña de comentarios, claves interpretativas, aclaraciones de términos, orientaciones de lectura, precisiones y consideraciones extra o metajurídicas (por ejemplo, factuales, estimativas, etc.), pequeñas explicaciones o introducciones a los distintos títulos y capítulos...

Por un lado, muchas leyes tienen una <<Exposición de motivos>>, o bien, como la propia Constitución, un <<Preámbulo>>, que precisamente sirven a un propósito de ese tipo. Sin embargo, se trata de textos con un carácter meramente auxiliar y claramente externo al articulado (el caso del Preámbulo de la Constitución puede ser distinto), que quedan restringidos al comienzo del texto y carecen en todo caso de ninguna fuerza legal -se utilizan fundamentalmente para justificar superficialmente la oportunidad de la ley, resumir los antecedentes o el contexto normativo al que viene a sustituir, reformar o en el que se integra, explicar brevemente su estructura en títulos, capítulos y disposiciones, mencionar algún artículo de la Constitución que viene a desarrollar y llamar la atención sobre alguna innovación particular-.

Por otro, existen multitud de <<Manuales>> de las distintas ramas del Derecho que hacen mucho más que guiar la lectura y el estudio de las leyes vigentes en el momento de su redacción: reordenan el contenido de éstas para una exposición estructurada de manera distinta a como lo hacen las propias leyes -y mucho más sistemática-, reuniendo artículos dispersos por uno o varios textos legales o poniendo unos artículos en relación con otros y conectándolos en su caso con la Constitución o con principios generales del Derecho; contrastan situaciones típicas de un ámbito jurídico con otras que de manera característica tratan otras ramas del Derecho, o explican el diferente enfoque que ante asuntos análogos se adopta desde distintas especialidades del Derecho; aportan ejemplos; proporcionan la interpretación que de muchos de los preceptos individuales hayan hecho los jueces y magistrados del Poder Judicial (la jurisprudencia) y los juristas desde la Academia y desde el Tribunal Constitucional (la doctrina), etc. Y no creo que nadie dude que estos textos facilitan una comprensión y sistematización (y, consecuentemente, estudio y aprendizaje) de las leyes mucho más profunda que la que pueda derivarse de la lectura directa de la propia ley, desde luego por lo que se refiere a quien no es jurista profesional y especializado.

No veo por qué las leyes en general, pero muy especialmente la Constitución y las Leyes Orgánicas, no deberían escribirse pensando también en su accesibilidad, explicación y justificación en relación a cualquier ciudadano que en un momento u otro, por la razón que sea, pudiera estar interesado en la lectura y el conocimiento personal y directo de uno de estos textos, incluso meramente a los efectos de formarse una opinión crítica propia. Entre las actuales Exposiciones de motivos o Preámbulos y los Manuales de Derecho se puede imaginar sin excesivo esfuerzo todo un rango de opciones que en atención al principio de soberanía popular deberían ser explorados por quienes redactan nuestras leyes. Pero aún más, en atención a este mismo principio fundamental, y en relación a la Constitución -aunque sin duda las advertencias que siguen son extensivas a otras leyes-, hay que señalar dos peligros graves de su redacción (casi exclusivamente) en forma articulada:

1) El de la <<falacia de la equivalencia formal superficial>>, por la que muy distintas sustancias, al ocupar posiciones formalmente equivalentes, siquiera superficialmente, es decir, sólo por enunciarse igualmente en forma de artículos, pueden parecer de la misma importancia y merecedores de igual consideración -en tanto que artículos-.

Respecto a este primer peligro, puede afirmarse que, en la medida en que la justificación de la forma articulada sea la apuntada al principio, no hay que ver en toda la división en títulos, capítulos, secciones y artículos más que un sistema de coordenadas, externo al texto y superpuesto al mismo con el único fin de poder localizar en éste partes a las que poder referirse de manera específica, y que por lo demás se aleja uno del sentido y de la comprensión del texto si se toma esa forma muy en serio. En concreto, si se consideran individualmente, separados unos de otros, los derechos (y deberes) y libertades del Título I de la Constitución, dejando que lo que no es más que un sistema de coordenadas con la finalidad sugerida obligue a una determinada lectura en la que todo vale lo mismo por la razón de que todo ocupa espacios formalmente equivalentes (artículos), se puede llegar al absurdo de que nos parezca igual de importante, por ejemplo, que en los edificios públicos ondee la bandera de España y que se tenga derecho a una vivienda digna y adecuada, sólo porque ambos mandatos se contienen en sendos artículos (arts. 4 y 47, respectivamente).

2) El de que se digan implícitamente cosas que deberían ser explícitas. En efecto, el formato articulado impide que se vean, inmediatamente, conexiones y sinergias de todo tipo entre los diferentes preceptos, más allá de las referencias explícitas que puntualmente pueda haber de unos a otros -del tipo de las señaladas al principio-. Estas conexiones y sinergias no puede decirse que no estén en el texto, y ello porque negarlas supondría la degradación del valor específico fundamental del acto constituyente; porque considerado cada artículo separadamente y en sus solos términos, el margen de interpretación de los mismos por los poderes constituidos (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) sería tan amplio que, en rigor, los preceptos constitucionales se convertirían en meras cáscaras vacías que el Legislador Ordinario podría llenar con el contenido que quisiera, o bien incluso no dotarles de ninguno. Por supuesto, y en atención al principio de pluralismo político, tampoco cabe que el Legislador Constituyente entre a regular pormenorizadamente todos los aspectos, pero sí debe ser el caso que el Legislador Ordinario y los demás poderes constituidos queden efectivamente constreñidos en su interpretación (aplicación) de los mandatos constitucionales por el texto de la propia Constitución

En nuestro sistema, la configuración del marco de las interpretaciones posibles de cada precepto se produce, de producirse, a posteriori, en los términos, con los requisitos y los efectos que establece la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, a través de ese "Tribunal" (de los detalles habrá que ocuparse en otro momento). Sin embargo, nada debería impedir que cualquier ciudadano, todos los ciudadanos, puedan realizar la misma operación de lectura del texto constitucional que realiza el Tribunal Constitucional. Como mínimo a efectos de decisiones electorales. Y asimismo, que esa operación haya sido en principio monopolizada por el Tribunal Constitucional no exime a ningún poder constituido de la obligación de fundamentar todos y cada uno de sus actos en el texto de la Constitución, y de la manera apuntada: no vale citar tal o cual precepto puntualmente y con carácter general -ni, desde luego, mencionar la Constitución de manera global-; es necesario que se diga explícitamente a qué constricciones interpretivas de los preceptos constitucionales se ha atenido en el ejercicio del poder. De lo contrario, en ausencia de tales constricciones, el poder constituido en cuestión -básicamente, Legislativo, Ejecutivo o Judicial- estará violentado la soberanía popular y degradado la Constitución al rango y papel de una mera ley básica.

Así, por poner un ejemplo obvio, con las menciones constitucionales al interés general, como en los arts. 33, 103, 128: si no se entiende algo efectivamente delimitado (que incluya unas cosas y excluya otras, y además que lo haga con algún criterio) por <<interés general>>, es obvio que los preceptos en cuestión dejan de tener ningún sentido y podrían borrarse perfectamente del texto, por cuanto los poderes constituidos podrán hacer en todo caso lo que estimen conveniente u oportuno al respecto, al margen de nada que diga la Constitución (en el marco de la Constitución, <<interés general>> debe entenderse que se refiere a los valores superiores del art. 1, a los arts. 10 y 14, y a los Derechos fundamentales y las libertades públicas, los Derechos y deberes de los ciudadanos y los Principios rectores de la política social y económica; y cabe resaltar la referencia global y conjunta a todos estos artículos que entraña la fórmula <<interés general>>).

Con el fin de combatir estos peligros, quiero proponer una marco interpretativo de nuestra Constitución, construido en sus propios términos. Sin duda son posibles variaciones, y quizá incluso propuestas diferentes, pero lo que no vale es ignorar la Constitución (debería ser obvio), limitarse a invocarla global y externamente (debería ser igualmente obvio), y ni siquiera citar preceptos, o incluso partes de preceptos, aisladamente (por la razón que ha tratado de explicar antes). Entonces, frente a la habitual lectura y consideración de los artículos, separados unos de otros, me gustaría proponer que en la misma, y especialmente en su Título Primero, se contiene en realidad nada menos que una verdadera antropología ciudadana -que emerge tan pronto se prescinde del sistema de coordenadas de los artículos-, una visión completa y moderna del hombre y la mujer y de la sociedad, y del papel de aquéll@s en ésta, que sobresale y se impone al resto del texto constitucional -en concreto a cualquier artículo leído aisladamente- y que debe inspirar y utilizarse para enjuiciar cualquier ejercicio de poder por parte de cualquier poder constuido. Es el corazón de la Constitución, que constriñe efectivamente -pero sin imponer todos los detalles- la lectura de cada precepto, de manera que la Constitución sea aplicada o desarrollada verdaderamente como ley fundacional y fundamental, y no como mera ley básica o como simple propuesta de los ciudadanos a sus cargos públicos.

En primer lugar, al constituirse España en Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1), todos los españoles nos convertimos en ciudadanos, lo que significa, empezando por el final, que nos comprometemos a no dañarnos y agredirnos innecesariamente unos a otros utilizando el aparato del Estado, y que estamos dispuestos a hacer abstracción de nuestras circunstancias personales particulares y aceptar la idea de que lo que le pase a cualquier otro español podría haberme pasado a mí, de que yo podría ser (haber sido) cualquier otro y que, por de pronto, todos los problemas nos conciernen a todos; que, en tanto que ciudadanos, la manera de abordar entre todos todos los problemas -los de cada uno, pero que podrían haber sido o que de hecho son también los míos-, en el marco de los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo (art. 1.1),  es necesariamente democrática, es decir, incorporando un componente deliberativo, de reflexión general y decisión colectiva, sin que en ningún caso quepa sin más desentenderse unos de los problemas que otros puedan poner encima de la mesa, y sin que nadie tenga que resignarse a que los problemas que le afectan son exclusivamente suyos.  

En consecuencia (nótese que lo dicho en el párrafo anterior se refería al primer artículo de la Constitución), nuestro texto fundamental prefigura para cada uno de nosotros una situación de la forma siguiente:

El ciudadano o la ciudadana al que se refiere la Constitución nace en el seno de una familia -que no tiene que ser del tipo tradicional; nada en general tiene que serlo- que puede cuidarle como necesite (arts. 35 y 39.1) al menos hasta su mayoría de edad.

Es dueñ@, desde el principio, de un patrimonio histórico, cultural y artístico (art. 46), y natural (art. 45), del que nadie ha podido disponer porque le pertenece a él, y podrá por tanto disfrutar del mismo a lo largo de toda su vida, y será de sus hij@s y niet@s después de él, y también ell@s podrán disfrutarlo,  enriquecido y aumentado.

Recibirá una educación que tendrá por objeto el pleno desarrollo de su personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia, es decir, la tolerancia (en el sentido de aceptación pasiva y activa) y el respeto recíprocos, y como sus compañer@s y conciudadan@s habrán recibido una educación con la misma orientación, crecerá en una sociedad diversa y plural que precisamente por esa diversidad y pluralidad contribuirá al desarrollo libre de su personalidad (arts. 10 y 27, aptdos. 1 y 2). Y éste no es un derecho meramente personal, sino la condición que da sentido a otros derechos tan relevantes como el de expresión y creación (art. 20.1) y, correlativamente, de acceso a la cultura (art. 44). Incluso puede sentirse como otros derechos, tradicionalmente caracterizados como civiles o de primera generación y tan básicos de cualquier Estado de Derecho -ni siquiera social y democrático- como los derechos de reunión y de asociación, no tendrían verdadera sutancia si faltasen esa diversidad y pluralidad de maneras de ser, ver y sentir, no sólo pasivamente aceptada, sino activamente promovida (y en todos los ámbitos -art. 9.2- y etapas de la vida, empezando por la juventud -art. 48-).

Cuando llegue el momento, podrá incorporarse al sistema productivo, como trabajador por cuenta ajena o, quizá, como emprendedor (art. 38), o como servidor público (art. 23.2). En todo caso, trabajará para vivir y no vivirá para trabajar (arts. 20.1 a), 44.1, 45.1, 43.3), puesto que podrá elegir libremente su profesión u oficio, progresar socialmente mediante su trabajo, siempre con la posibilidad de continuar su formación y (re)adaptación profesional y en un entorno y con unas condiciones adecuadas, desde luego por lo que se refiere a su remuneración (suficiente: art. 47), limitación de la jornada y vacaciones (art. 40), y también a la conciliación de su actividad laboral con su vida familiar (art. 39.1), sin que eventualidades como el desempleo  o la participación productiva desde otros países representen en ningún caso una amenza (arts. 41 y 42). Puede también que contribuya al progreso de su sociedad más directa y globalmente, mediante la producción y la creación literaria, artística, científica o técnica (arts. 21.1 b) y 44.2).

En cualquier caso, como miembro de la sociedad, no sólo participará y se integrará en ésta a través de su actividad productiva y/o creadora, sino también, como se establece, según lo dicho, ya desde el artículo primero, decidiendo los asuntos comunes -contribuyendo en los distintos ámbitos a <<concretar el interés general>>-. Y esta forma de integración, de vinculación vital con los demás ciudadanos será aún más intensa y constitutiva que la que tiene lugar a través de la producción/consumo -ámbito en el que, por cierto, también se contempla la participación no sólo productivo/consumidora, ya que la Constitución ordena por un lado que los poderes públicos promuevan eficazmente las diversas formas de participación en la empresa, fomenten las sociedades cooperativas y faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción (art. 129) y, por otro, que promuevan la información y educación de los consumidores y usuarios y fomenten sus organizaciones (art. 51)- y ello porque nos conecta con muchas más personas, incluso con todas, y sin que la lógica económica privada, incluso en sentido amplio (no exclusiva y directamente monetario), condicione y limite la forma y el contenido de nuestras relaciones.

En este sentido, como mínimo, podrá expresar y compartir libremente a través de cualquier medio sus pensamientos y opiniones respecto de cualquier asunto que le interese -ya se ha dicho que crecerá y vivirá en unas condiciones que permitan y faciliten que tenga efectivamente sus propios pensamientos y opiniones-, y conocer asimismo los de los demás (arts. 20, 21 y 22) teniendo, obviamente, tiempo para ello. 

Más allá, podrá participar indirectamente en la concreción del interés general, mediante la elección de representantes en las Cortes Generales y la Asamblea de su Comunidad Autónoma y de los concejales de su Municipio (y del alcalde y los diputados de su Provincia o Isla), sin que desde luego la representación en esas instituciones signifique que los asuntos se traten de espaldas y al margen de l@s ciudadan@s (art. 80), al menos para la perfección de los derechos de petición (art. 77) y a la transparencia (art. 105 b) y para ejercer adecuadamente la iniciativa legislativa popular (art. 87.3), y como se desprende del derecho a ser directamente consultados todos en referéndum a propósito de decisiones políticas de especial trascendencia (art. 92). Porque, ¿qué sentido pueden tener 17 Asambleas legislativas? ¿Y tantos centenares de Ayuntamientos? Incluso si se considera conveniente desde el punto de vista del control y el contrapeso para asegurar la mejor definición y consecución del interés general delimitar competencias a la manera de los artículos 148 y 149, distinguiendo, por ejemplo, la legislación de carácter básico (principios, aspectos y garantías fundamentales) de su desarrollo o, también, separando materias, ¿por qué no tener dos Cámaras Legislativas, una de las cuales se ocupe de los asuntos que el artículo 149 reserva al Estado y otra de los que el 148 ofrece a las Comunidades Autónomas? Creo que la respuesta menos ideológica es la de que es más fácil escuchar y hacerse oir, bien que indirectamente, en una Asamblea de cientos de personas que en una de miles, y que es más fácil cuando hay múltiples instancias de deliberación y decisión que cuando sólo hay una para todo y para todos. Y lo mismo puede aducirse como justificación de la autonomía política de las Entidades Locales (que no se limitan a cumplir mecánicamente los mandatos de una tercera Cámara Legislativa que con carácter general se ocupe de las materias típicas de las decisiones locales). Se trata de crear vecindad. No hay que tomarse más en serio que ésto la Organización territorial del Estado del Título VIII, pero tampoco menos.  Aún más, tiene más sentido escuchar y hacerse oir a propósito de asuntos concretos que en deliberaciones muy generales y abstractas, lo que también hace que se entienda que según se desciende por la escalera de la legalidad se multipliquen los ámbitos de discusión y deliberación. Por ejemplo, en la sociedad que dibuja la Constitución tiene poco sentido la discusión generalizada de asuntos como el matrimonio igualitario, la memoria histórica o la educación para la ciudadanía -no es difícil argumentar que no deberían a penas encontrar resistencia en el seno de una sociedad democrática avanzada (Preámbulo)-, y en cambio sí lo tiene la de la configuración del espacio urbano, la gestión de museos, bibliotecas y conservatorios de música, el fomento de la cultura o la promoción del deporte y la adecuada utilización del ocio (art. 148).

Pero aún más allá, podrá participar directamente en la elaboración de reglamentos (disposiciones generales; art. 105.a)) y en los procedimientos administrativos (por ejemplo, en la elaboración de planes urbanísticos; art. 105.c)), y en general en la actividad de cualquier organismo público (art. 129). Y recuérdese la típica cláusula constitucional para partidos políticos (art. 6), sindicatos y asociaciones empresariales (art. 7), Colegios Profesionales (art. 36) y organizaciones profesionales (art. 52) -y que podría hacerse extensiva a cualquier organización social, como las fundaciones del artículo 34-: su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.

A lo largo de toda su vida, incluso en las situaciones de mayor vulnerabilidad a las que haya tenido que enfrentarse, recibirá la atención sanitaria que necesite (no sólo farmacológica y quirúrgica; art. 43), y la habrá recibido como un derecho, es decir, sabiendo que incluso en esos momentos de máxima debilidad e incertidumbre no estaba solo (art. 1.1). Asimismo, de haberlo necesitado, por padecer cualquier tipo de incapacitación física o psíquica de manera constante y permanente, habrá sido especialmente amparad@ por todos en el ejercicio de sus derechos (y deberes) y libertades (art. 49).

En el último tramo, también estará acompañado, con consideración de todas las circunstancias específicas de la última etapa de su vida, por lo que se refiere a sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio (art. 50).

Al final, no tendrá miedo y sabrá que ha vivido una vida feliz, porque, en palabras de Bertrand Russell:

<<(...) toda la antítesis entre uno mismo y el resto del mundo implícita en [cualquier] doctrina de la abnegación [moral o económica], desaparece en cuanto sentimos auténtico interés por personas o cosas distintas de nosotros mismos. Por medio de estos intereses, uno se llega a sentir parte del río de la vida, no una entidad dura y aparte que no mantiene con sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda infelicidad se basa en algún tipo de desintegración; hay desintegración en el yo cuando falla la coordinación entre la mente consciente y la subconsciente [como consecuencia de la imposición externa de códigos morales de conducta y actitud, y en general cuando se asume cualquier código moral estricto de conducta y actitud]; hay falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos. El hombre feliz es el que no sufre ninguno de estos dos fallos de unidad, aquel cuya personalidad no está escindida contra sí misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciudadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la muerte porque en realidad no se siente separado de los que vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha.>> (Los corchetes son míos).


martes, 7 de noviembre de 2017

Mentiras y verdad del Partido Popular

El Partido Popular, constitucionalistas por excelencia según se dicen una y otra vez - contra las instituciones del País Vasco y de Cataluña, esto es -, ha dado la penúltima vuelta de tuerca en su estructural y sistemática negación de los principios de la Constitución española de 1978 - y podría defenderse que de cualquier constitución posible

Ese partido que defiende y promueve activamente la entrega de todo y de todos a la dinámica del puro interés privado y particular y de la lógica empresarial, no porque piensen que eso conduce a una realización más eficaz de esos derechos y libertades - su desfachatez sin duda alcanza esos extremos, pero seguramente no las tragaderas ni de sus votantes más cerriles - como por principios. Principios que, eso sí, son luego generosamente recompensados en B por esas mismas empresas cuando sus miembros siguen en la política y que les contratan como altos directivos en cuanto la abandonan. Ese partido que sólo habla del Estado de Derecho - y no del Estado social y democrático de Derecho, como lo define la propia Constitución en su primer artículo - en referencia a la actuación de los Jueces y Tribunales instada por su Fiscalía, ha dado aún otro paso en la desintegración del pacto constituyente.

En primer lugar, y respecto a la constitucionalidad de sus supuestos principios liberales - que ya sabemos todos que consisten realmente en utilizar las administraciones que controlan para enriquecerse ellos y sus amigos y familiares - baste citar dos artículos muy relevantes de la Constitución que dicen defender: 

Artículo 9.2: Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Artículo 53.3: El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo tercero informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen.

Nótese, por cierto, que la Constitución del 78 no impide que los famosos Principios rectores de la política social y económica sean defendidos por los Tribunales, sino que se remite al legislador para que determine el grado y los términos (y los efectos) en que puedan serlo.

Pero esa negación ideológica, discursiva, con carácter general y sistemático de la Constitución y del constitucionalismo - que no sólo prohíbe sino que, al mismo tiempo y por lo mismo, insta a hacer a los poderes públicos - apenas puede ya ocultar su verdadero impulso y finalidad: el Partido Popular, que es en la cabeza de todos los españoles el partido-de-la-corrupción - obviamente estructural, no sólo por su extensión, que admiten sin remedio incluso sus votantes más recalcitrantes, sino por sus maniobras legislativas y ejecutivas para proteger a sus corruptos - necesita la resignación de esos mismos españoles para poder seguir existiendo. Necesita que nadie pueda ver, y ni siquiera imaginar, otras posibilidades - ninguna posibilidad - y desde luego que nadie pueda demostrar que hay alternativas (en plural). Y es en perfecta coherencia con esta necesidad como hay que entender la intervención del Ayuntamiento de Madrid por el Gobierno de M. Rajoy, ayuntamiento que ha reducido muy notablemente su deuda con la Administración Carmena, y que ha logrado incluso superávit presupuestario, a diferencia de las Administraciones del propio Partido Popular. Y hay que ver esta intervención del ámbito municipal en perfecta armonía con las demás anti-medidas de este Gobierno, como la denuncia sistemática ante el Tribunal Constitucional de leyes de marcado carácter social aprobadas en distintas Comunidades Autónomas, no sólo Cataluña, con base en argumentos competenciales - pero no porque desde el Gobierno central, que tendría la competencia, vayan a hacerlo mejor, sino para que nadie pueda hacer nada - o el bloqueo sistemático de la iniciativa legislativa parlamentaria. El perro del hortelano.

Y es que la negación del constitucionalismo y de la Constitución de 1978 por parte del Partido Popular es tan estructural como su corrupción y tan sistemática como repetida y mentirosa su autoproclamada condición de constitucionalistas. 

Y es así necesariamente, porque una constitución viva y efectivamente vigente, también la del 78, hace tiempo que habría puesto en aprietos mucho mayores al Partido del actual Gobierno. Porque la principal amenaza para el partido-de-la-corrupción siempre ha sido, pero muy especialmente en los últimos tiempos, ese pluralismo político que la que dicen que es su constitución proclama desde su primer artículo como valor superior de todo el sistema (junto a la libertad, la justicia y la igualdad). Pluralismo que consiste fundamentalmente en la dinámica parlamentaria que bloquean, en la dialéctica Congreso-Gobierno que burlan e ignoran una y otra y otra vez, y en la autonomía política de las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos que intervienen, y a la que la Constitución - no desde luego la suya - dedica una parte significativa de su articulado (en concreto, todo un Título).

La supervivencia del Partido Popular depende de la de la ilusión que ya detectara la famosa viñeta: "O nosotros o el caos, que también somos nosotros". Sea por la amenaza de los mercados - que han venido a sustituir cronológicamente a ETA en esta función - o por el bien de la unidad de España - y hasta hace bien poco también en nombre de Dios, si bien en los últimos años, aborto de la reforma de la ley del aborto y Papa Francisco mediantes, el vínculo privilegiado del PP con esta tercera trascendencia ha quedado reducido al que mantienen con la monarquía, menos ultraterrena que la Iglesia católica, como todo el mundo ha aprendido de la publicación sin tapujos de los escarceos y cacerías de nuestro anterior rey - el Partido Popular es todo lo que puede haber. Lo único que puede haber. Y así como su anterior legislatura fue la de la Ley Mordaza - en plasmación de una lectura más que cuestionable de los artículos 103 y 104 - y la del 135 - reformado exprés al nivel del propio texto constitucional y desarrollado en la ley a cuyo amparo intervienen ahora el Ayuntamiento de Madrid - ésta será la del abuso del 134 - para el bloqueo sistemático de la actividad del Congreso - y del estreno del 155.

Es obvio que todas estas anti-medidas tienen por objeto, toda vez que no han conseguido seguir ocultando su verdadera naturaleza corrupta e incompetente - incompetencia de nuestra élite especialmente flagrante  si se compara con la preparación de toda la generación de nuestros jóvenes que ha sido relegada al desempleo y la precariedad sobrecualificadas y al exilio económico, o con la diversidad de propuestas de respuesta a la crisis económica que se nos ofrecieron desde multitud de ámbitos e instancias de la sociedad civil distintas del austericidio gris y los recortes, manifiestamente, insultántemente, ineficaces por los optaron - silenciar toda oposición, ya no sólo por lo que se refiere a la de los ciudadanos que se manifiestan en la calle o se expresan en las redes sociales, o la de los trabajadores que ejercen su específico (y constitucionalmente consagrado) derecho a la huelga, ni a su degradación miserable de la Radio y la Televisión públicas estatales, y ni siquiera a la que debería poder manifestarse desde el Parlamento que nos representa a todos los españoles, sino incluso la de las instituciones cuya autonomía política es una garantía democrática (y constitucional) al mismo nivel que la separación de poderes

Que nadie pueda gritar que el emperador lleva años paseándose desnudo por nuestras calles. Que nadie pueda señalarle al pasar. Y desde luego, que nadie pueda demostrarlo.

Que no quede nada ni nadie en pie, salvo ellos, salvo él.



viernes, 20 de octubre de 2017

Tres precisiones conceptuales en relación a la "cuestión catalana" y dos consideraciones políticas

Las precisiones:

1. Sobre las naciones

Para entender las implicaciones jurídicas de la nacionalidad, puede resultar útil acudir a la Constitución española, y fijarse en la estructura del Título primero, que es el de los Derechos y deberes fundamentales. Debe notarse cómo, tras el reconocimiento con carácter universal de la dignidad de la persona y la referencia a la doctrina de los Derechos humanos, en el artículo 10, y antes de la Carta de derechos fundamentales y libertades públicas (y de los derechos y deberes de los ciudadanos y de los principios rectores de la política social y económica), se inserta el Capítulo Primero de ese Título, De los españoles y extranjeros, donde se introduce la noción de nacionalidad española, de tal manera que el artículo 14, ya en el Capítulo II (Derechos y libertades), puede tener la siguiente redacción: << Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social>>.

Es decir, y obviamente, que el Estado español no admite ninguna discriminación en la relación de nadie con las leyes... salvo la de la nacionalidad, es decir, la del lugar geográfico de nacimiento.

No es ahora el momento de considerar en detalle la complicada relación entre las nociones de (dignidad inherente a) la personaEstado y Nación. Baste señalar que el Estado implica la obligación individual de contribuir, militarmente en su momento y destacadamente por la vía fiscal - distribución y redistribución de renta y riqueza - en la actualidad, a la protección y defensa (y cuidado) de individuos con los que sólo se tiene, en principio, una relación imaginariaImaginaria por oposición a la biológica-familiar, e incluso a la que se tiene con personas no relacionadas por parentesco pero con las que se realizan transacciones de todo orden de manera cotidiana y habitual. En principio porque esa imaginación permite que cada uno, a su vez, se sepa y sea efectivamente protegido y defendido (y cuidado) por otras personas que tampoco tienen con él más relación que ésa, haciendo que la vinculación meramente imaginaria, la Nación, adquiera un contenido material real, el Estado. 

Es decir, el artificio nacional sirve (sirvió) para desbordar las agrupaciones naturales familiar y tribal y permitir la organización de miles y millones de personas, extendidas sobre amplios territorios y con toda clase de particularidades culturales y hasta lingüísticas diferenciales, empujando la frontera un poco más allá, permitiendo así el paso de la familia-tribu a los modernos Estados-Nación. Es por tanto un acto de integración y, al mismo tiempo, de discriminación.

2. Sobre legitimidad y legalidad

Antes de la legalidad, tiene que haber legitimidad, o a la base de la legalidad tiene que estar la legitimidad, o la legalidad navega necesariamente sobre el mar de la legitimidad. La relación entre estos dos conceptos es aún más compleja que la que existe entre los de Nación y Estado, hasta el punto de que el conflicto teórico se resolvió inicialmente mediante la operación de trasladarlo al plano político y traducirlo, precisamente, en términos de Nación y Estado (en la línea de lo apuntado más arriba).

Baste aquí señalar que un texto constitucional, por muy adecuado formalmente que resulte ser (en el sentido de que quepa construir a partir de él todo un ordenamiento jurídico conforme a los principios generales del Derecho y con un carácter social y democrático), por muy afortunada que sea su redacción, por mucha prosperidad que se prevea que traiga, e incluso si efectivamente lo hace, sólo es legítimo, y pasa entonces a constituir, por tanto, efectivamente, legalidad, y a ser, en rigor, Constitución, después de ser ratificado en referéndum.

Sin entrar aquí como digo en el fondo del asunto, sí plantearemos la siguiente hipótesis: si la legalidad se construye adecuadamente, si la constitución del Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art 1.1 CE), que deben ser materiales y efectivos (art. 9.2 CE), y no meramente formales y negativos, tiene éxito, entonces cabe situar, en adelante, la fuente de la legitimidad en la legalidad, siendo plenamente legítimo todo acto jurídico (leyes aprobadas por Asambleas legislativas, reglamentos elaborados por los Gobiernos, autos y sentencias de Jueces y Tribunales, actos de las Administraciones) que se realice en el marco institucional y conforme a las pautas procedimentales definitorias del Estado social y democrático de Derecho (sin ser casualidad que la Constitución española cierre precisamente con el Título dedicado a la posibilidad de su reforma, parcial o total).

3. Sobre la soberanía popular

En efecto, el artículo 1.2 CE dice: <<La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado>>, declaración que parece prestarse a dos interpretaciones diferentes (que no son idénticamente válidas si se atiende al resto del texto constitucional y si se reflexiona mínimamente sobre ello). La primera lectura posible pone todo el énfasis en pueblo, y entiende que español remite sencillamente al mecanismo psicológico e histórico aludido antes, mediante el que se constituyeron de hecho los Estados-Nación que conocemos, incluso antes de ser sociales y democráticos. Es decir, la cláusula de la españolidad no remite al conjunto abstracto de todos los españoles frente a reivindicaciones de subgrupos concretos de españoles, sino que se refiere a los ciudadanos españoles frente a las personas con otras nacionalidades (que si bien tienen derechos y libertades que también deben ser respetados y atendidos por el Estado español, no pueden darle órdenes propiamente, como sí pueden hacerlo los españoles, como consecuencia de la fundamentación nacional de los Estados que conocemos).


La segunda lectura entiende en cambio pueblo-español, en el sentido de la <<Nación española>> más abstractaque no comparece nunca y de ninguna manera y que invocan  precisamente sólo como justificación de su desatención y menosprecio a cualquiera de las manifestaciones (concretas) del principio de <<soberanía popular>>.

Y es que soberanía debe entenderse en el sentido de "quién manda" o "de dónde emanan las órdenes legítimas para el aparato del Estado", en el marco de los derechos, libertades y objetivos recogidos por la Constitución, es decir, en relación al pluralismo político (y no a los fundamentos y la razón de ser mismos del Estado, que se ordenan en la propia Constitución). Y la cuestión del quién va indisolublemente unida a la del cómo: partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, asociaciones de consumidores y usuarios y en defensa de cualesquiera otros intereses, también de profesionales como juristas, medios de comunicación, iniciativas legislativas populares, manifestaciones, huelgas generales y sectoriales, interpelaciones y preguntas de diputados al Gobierno, mociones de censura, exitosas y fallidas, PNLs, reprobaciones, mociones de cualesquiera asambleas legislativas territoriales, los trámites de audiencia de los ciudadanos en los procedimientos administrativos y en la elaboración de reglamentos, etc. Al margen de todas estas manifestaciones, es decir, sin atender a la voluntad y las opiniones y demandas de los ciudadanos concretos, en solitario o agrupados, expresadas directamente o a través de representantes (que no son sólo, desde luego, parlamentarios, y menos, exclusivamente, de las Cortes Generales), la soberanía popular queda degradada - de manera evidentemente interesada - por parte de nuestra casta dirigente a una mera entelequia; no ya a mayoría silenciosa sino, simplemente, a silencio, permitiendo a esos dirigentes que la invocan limitarse a flotar a la deriva en un mar de corrupción, mentiras y absoluta incapacidad política e ineficacia gestora, en todos los ámbitos y sectores.

Las consideraciones

1. Que la reivindicación nacionalista catalana no haya ido conectada de una forma más clara y persistente - sustancial - con la social y con la exigencia de regeneración democrática, o que no se haya concretado de manera unívoca y explícita en esos términos, ha dificultado su compresión y apoyo fuera de Cataluña (y quizá también, en menor medida, en algunos sectores de la propia sociedad catalana). Que haya sido así es consecuencia inevitable de que una de las patas del procés haya sido un partido con niveles de corrupción y patrimonialización de las instituciones catalanas sólo comparable con la del PP en el resto de España.

2. La podredumbre del PP y su discurso y actitud neoliberal (y asimismo de buena parte de los dinosaurios del socialismo español), que constituyen una traición más grave a la Constitución Española que la intensificación del nacionalismo catalán, e incluso que el independentismo, nos ha descubierto a todos, como se ha puesto (peligrosamente) de manifiesto con la crisis catalana, culminando el 1-O y los días inmediatamente anteriores y posteriores que, en última instancia, las leyes son sólo papeles. La eficacia última de las leyes depende exclusivamente de la confianza recíproca: del hecho de que especifican lo que a cada uno le cabe esperar de los demás y, a la vez, lo que a los demás les cabe esperar de uno. Cuando individuos concretos violan el compromiso general con la ley, la cadena de la reciprocidad no se rompe, es posible la represión aislada y excepcional de esos individuos y la restitución de la confianza. Pero cuando la violación es tan manifiestamente estructural como lo ha sido en el caso de la casta dirigente del PP y de buena parte del PSOE, y no sólo por las prevaricaciones, malversaciones, tráficos de influencia, cohechos y demás delitos, y por los nombramientos e instrucciones espurios incluso en órganos de rango constitucional, como el Consejo General del Poder Judicial y el Fiscal General del Estado, sino también por su discurso (y medidas) neoliberales, muy dudosamente constitucionales, la magia de la ley se debilita (y puede incluso llegar a desaparecer), y si bien es difícil demostrar o cuantificar el efecto de esa traición estructual en todo el sistema jurídico de confianzas recíprocas, parece evidente que ha jugado un papel importante en la disposición de miles y miles de ciudadanos catalanes (secundados por funcionarios y cargos públicos) de romper con la legalidad vigente.