miércoles, 13 de junio de 2018

Monarquía y democracia

El Rey es, en el marco general de una democracia y en el algo más específico de nuestra Constitución, meramente un símbolo -no puede ser otra cosa-. En sus escasas funciones jurídicas, no goza en absoluto de autonomía: sus actos requieren el refrendo de alguna autoridad del Estado con legitimación democrática (del Presidente del Gobierno o de la Presidenta del Congreso), y de esos actos responden las personas que los han refrendado, siendo la persona del rey inviolable (nótese que si se considerara necesario obligar al rey a asumir responsabilidades se requeriría una revisión de la Constitución, no bastando ni siquiera una reforma). Que sus actos "requieren refrendo" quiere decir que no puede hacer sino lo que se le solicite, y cuando se le solicite, desde el Gobierno o la Presidencia del Congreso.

Y es que es precisamente esa condición meramente simbólica la clave de su función: mantenernos a los ciudadanos permanentemente alejados de la plena conciencia del poder de la democracia, de nuestra condición de soberanos.  ¿Cómo vamos a encarar problemas como la desigualdad, la degradación de nuestro planeta o la inmigración si ni siquiera está a nuestro alcance decidir sobre un mero símbolo? ¿Renta básica? ¿Sanidad universal? ¿Aumentar la presión fiscal y el control sobre el capital? ¿Responsabilidad y solidaridad con los inmigrantes y refugiados? ¿Cambio climático? "OJALÁ, PERO NO ES POSIBLE". Pero seamos honestos. Todas esas batallas las perdemos por incomparecencia. No se intenta. No se consideran seriamente. No se pone a trabajar la imaginación para hacerlo posible. Que nos faltan las fuerzas, la capacidad, nos lo recuerda constantemente la figura del Rey, protegida mimada por las demás instituciones y poderes fácticos (al menos hasta hace muy poco), y  que fue condición sine qua non de nuestra modélica transición a la democracia. Si no podemos decidir sobre un mero símbolo, está claro que somos impotentes ante la realidad, sin que ni siquiera necesitemos medirnos con ella.

Así pues la monarquía-sobre-la-que-no-es-posible-pronunciarse (últimamente ni siquiera en las encuestas y estudios de opinión públicos) sirve a la misma función con respecto a nuestra democracia que Grima Lengua de Serpiente con el Rey de Rohan: mantenernos encogidos, temerosos, grises y polvorientos, débiles e incapaces; necesitados, antes que nada, de seguridad-estabilidad, incluso en la máxima degradación moral y cívica y el mayor peligro. Por supuesto, presentar batalla no garantiza la victoria. Pero hay una grandeza y un orgullo, incluso en la derrota, que se hacen propios con sólo levantarse del trono y enfrentar a los enemigos.


Y aún más. Nos lo explica Joseph Campbell en El héroe de las mil caras. Toda comunidad tiene instituciones. No puede haber una sin la otra. Ahora bien, con el paso del tiempo, se presenta en todos los lugares y en todas las épocas la misma disyuntiva: o la comunidad renueva sus formas, insuflándoles nueva vida y vigor, o esas instituciones, empeñadas en su estabilidad permanencia, acabarán devorando todas las energías de la comunidad, llevándola a su extinción. O nos comprometemos con nuestra comunidad, o nos comprometemos con nuestras instituciones, pero antes o después estaremos obligados a elegir. Vale decir, o dedicamos todas nuestras energías y recursos a mantener a toda costa las instituciones que nos dimos en un determinado momento, a salvarlas de sí mismas, de los propios vicios que con el tiempo, inevitablemente, desarrollan, y de la distancia que, inevitablemente, se va a abriendo entre nosotros y ellas, o estamos dispuestos a renovarlas y dedicar nuestras energías al bien común que somos nosotros mismos. 

Lo hemos visto con la crisis catalana y con la represión creciente de la libertad de expresión (y lo vemos cada día, por ejemplo, en la inmensa cantidad de recursos que se necesitan para mantener la ilegalidad de la marihuana).

Pero ése es el sentido último y más profundo de la monarquía-como-condición-de-la-democracia: (de)mostrar nuestro compromiso con las instituciones (concretas, que nos dimos o nos dieron en un momento dado) antes y por encima de nuestro compromiso con nosotros, con nuestra comunidad. Lo explica Javier Pérez Royo aquí

Si no creemos que podamos ser algo, juntos, al margen de instituciones y formas institucionales concretas, si no creemos en que podemos proyectar e imaginar un futuro común incluso más allá de éstas, con otras distintas, entonces no confiamos los unos en los otros, y sin esa confianza mutua no hay solidaridad, y sin ellas no es posible ninguna comunidad (ni tiene sentido). La alternativa a la identificación con el status quo es el sentimiento de que se es (parte de) eso que existe antes y por debajo del actual estado de cosas -aún de cualquier estado de cosas-, de ese permanente proyecto de progreso que es la humanidad (o, al menos, la nación).

Para otro ejemplo de actitud y talante democrático, y en relación a un tema primo hermano, puede verse este vídeo de Jaime Altozano sobre el himno de España:


Y por eso un referéndum sobre la monarquía es, sea cual sea el resultado, mucho más que la decisión sobre "la forma política del Estado español". Es ante todo una renovación de nuestra confianza, de nuestro compromiso con nuestra comunidad. Porque una comunidad existe en las decisiones que toma como comunidad, sea cual sea finalmente la decisión, y se debilita y desvanece en las que deja de tomar. Es, efectivamente, cruzar el abismo sin red. Pero en la confianza mutua pueden hallarse la seguridad y las fuerzas para cruzar al otro lado, y seguir avanzando. 

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